Si bien es cierto que las culturas mesoamericanas realizaban ofrendas para honrar a sus muertos con base en prácticas que se adaptaban a los ciclos de la agricultura, la recolección y la caza, que influían en la vida cotidiana y espiritual de las comunidades, no ha sido un tema exclusivo de los pueblos que se asentaron en lo que hoy es México.
Con la llegada de los españoles, el calendario católico introdujo festividades como el Día de Todos Santos y el Día de los Fieles Difuntos, que establecieron una conexión con los mártires y santos a través de reliquias consideradas milagrosas, que, fueron veneraban en ceremonias combinadas con elementos propios, creando un sincretismo único.
Estas fechas terminaron por celebrarse con las costumbres cotidianas, que no religiosas de la poca población originaria, principalmente con la gastronomía, lo que diferenció por mucho, con lo conocido en otras partes del mundo.
Contrario a lo que se cree, la tradición de visitar y adornar tumbas se popularizó hasta el Porfiriato, especialmente a partir de los cambios en el entierro de cuerpos tras las epidemias. Los nuevos panteones se realizaron a distancias considerables para evitar el contagio de enfermedades, y se convirtieron en espacios de reunión donde las familias llevaban flores, alimentos y ornamentos, un fenómeno novedoso en la época.
Actualmente, estas tradiciones se han reinterpretado y consolidado como un símbolo cultural que ha sido declarado Patrimonio Intangible de la Humanidad. Y, aunque algunos elementos puedan parecer ancestrales, la tradición ha ido introduciendo detalles prehispánicos conforme se conoce más de los rituales mesoamericanos, y no al revés, aunque hay lugares donde aún se preservan destellos del calendario relacionado con las veintenas dedicadas a la muerte, que nada tienen que ver, con el Día de Muertos.
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Panteón durante el de día de muertos (Foto: Mediateca INAH)
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